Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el
vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal
vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la
tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni
límite; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran
martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo
infunde el Cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas
las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos
los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alonso de
Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los
vio nacer.
Unos versos de Bécquer
Unos versos de Bécquer
Gustavo A. Bécquer |
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